viernes, 17 de mayo de 2013

Hoy recordé ese interminable viaje a Misiones.







Era noviembre del 2010 cuando subí al Gran Capitán de ida a Posadas, Misones. Un tren que ya no existe, es decir, existe pero está fuera de servicio desde el 2011, principalmente por problemas sindicales más que de servicio como algunos aclaran. Un tren con un pasaje barato y un recorrido largo que perdía plata.
No mucho dinero en mis bolsillos, ni mucha comida en mi mochila,  pero estaba emocionada y feliz.
Contenta de subir a ese Gran Capitán, decirlo me daba una fuerza inexplicable. Aunque, tan sólo unas horas después el cansancio iba a volver esa sonrisa de niña en un gesto de labios pesados y ojeras azul francia. Y si, eran 36 horas de viaje desde Buenos Aires a Misiones, sabiendo que en menos de 7 horas podría llegar a través de algún camión brasilero o un auto que me quiera llevar de pasada. Sin embargo, vivir la experiencia era necesario.
En cada parada del tren, casi como en coro, niñas pequeñas gritaban hielo con una pronunciación norteña particular. “Yellow, yellow” eran los alaridos histéricos que me despetarban. Estas jovencitas además de vender hielo en botellas de coca cola viejas, ofrecían empanadas de carne de sebú a 1 peso, nadie dijo que no eran recomendables, asique bajé y las compré. Si hubiera sabido que me darían vomitos y dolor de cabeza, nunca lo hubiera hecho Pero no era bajar y comprar algo, era bajar del tren y ver la cara de esas niñas que cargaban una cotidianidad irreal para mis ojos. Acostumbradas a ese discurso de venta y felices de que les sonría, aunque no entendiera bien por qué. Y volver a arrancar otra vez, esperando la próxima parada, o caminando por los pasillos del tren a ver a quién me encontraba, además de la suciedad clásica de los medios de tranporte públicos en Argentina.
Me acuerdo de Raúl por ejemplo, un empleado de comercio que viajaba a ver su familia todas las semanas, y volvía a Buenos Aires para trabajar. Para él, el sacrificio no era tanto al ver mi expresión de asombro cuando me contaba su vida. Me pregunto en que viajará ahora que el Gran Capitán ya no funciona.
O Carlos, un hombre de alrededor de 70 años, acompañado de una jaula enorme llena de pajaritos de colores, que cantaban alegres en ese recorrido momentáneo. Lo único que me dijo fue su nombre y que viajaba “seguido”. Nunca pude conocer su historia, era por demás reservado, un señor humilde, con la piel curtida por la naturaleza o por la desgracia de años que reflejaban sus ojos. Después bajó en un pueblo cerca de Corrientes, calculo que debe estar allí, indómito, viviendo en su propio mundo por demás diferente a este.
10 horas después y ya ni sabía quien era, mi cuerpo se volvía más un ejercicio visual de mirar para atrás y ver el verde infinito. Nada de ciudad, sólo puentes y campos difíciles de entender. Ojeras y sonrisas. Jóvenes amables me convidaban marihuana, y ofrecían su cuerpo y alma, ante mí, una desconocida más con ganas de salir para ver que pasa.
Y al costado de las vías, otros vagones vencidos por el peso y desgastados por el óxido se recuestan para nunca revivir en servicio. Vagones cansados de tanto andar, y de tanta historia oculta, inversamente proporcional a la situación que transcurría en mi cabeza.
Hoy recordé ese viaje a Misiones. Recordé la amabilidad de extraños, el esfuerzo de cientos de vidas que conocí y mantengo en mi memoria con mucho amor. Los helados de agua que en el barrio gitano de posadas salían apenas 10 centavos. Y los cigarrillos paraguayos marca “eight” que venían en caja de 20 atados, por sólo 20 pesos, que tanto me gustaban y nunca más pude conseguir.

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